septiembre 30, 2015

Viveza Criolla

Tengo un serio problema con eso de estarme sentado haciendo nada.

Si, hay cosas para las que procrastino como nadie, pero en líneas de trabajo (trabajo remunerado, empleo, ocupación laboral) me mata la vida sentir que me están pagando por hacer nada.


Está bien, hay muchos otros que lo verían como el trabajo perfecto. Aquí yo, sentado en un salón, con un televisor enorme, navegando en internet, viendo programas y leyendo. Pero eso no es suficiente para mí.


Yo quiero, necesito, sentirme retado intelectual y físicamente, hacer algo que me mueva, que me emocione, que me mantenga distraído y que me aleje de los lapsos inútiles de silencio y estática. Necesito ocuparme y sentir que estoy produciendo para algo, que realmente hay un resultado, un impacto positivo que depende de mi actuación individual.


Hoy, por fin, sentí ese impacto. He ido absorbiendo tanto y aprendiendo tanto y analizando tanto, y hoy por fin le vi el fruto a todo eso, organicé clases, dicté talleres, inducciones, dirigí un par de reuniones y coordiné algunas actividades. Hoy sentí que realmente soy útil y que me están pagando por ser parte de la diferencia, de la juventud productiva y proactiva, de los que nos encanta estar ocupados y hacer más y mejores cosas.

Así, me justifico el suelo y me siento mejor conmigo mismo. Nada que ver con esa viveza venezolana del ganar sin hacer. Eso no va conmigo.




septiembre 29, 2015

La primera cicatriz

Yo tenía 11 años cuando comenzamos con estos juegos. Él tenía 14 y me contaba cómo había perdido la virginidad. Yo todavía no estaba seguro lo que eso quería decir, pero me sonaba como algo místico y poderoso, algo que le había cambiado la voz, la expresión del rostro y hasta la forma de jugar conmigo.


Me decía que había sucedido en el liceo, con una chica de otra sección, él tenía 13 y ella 16. Lo tomó de la mano, lo metió en uno de los baños y comenzó a besarlo. Le dijo que la esperara a la salida y que le mostraría algo muy rico.


Él hizo caso y la esperó, diciéndole a su madre que iba a casa de un compañero que lo había invitado a almorzar. No estaba seguro lo que iba a suceder, pero la curiosidad le quemaba la piel. Ella salió y le hizo señas para que la siguiera.


Llegaron a su casa, ella soltó su bolso y se soltó el cabello, lo llevó a uno de los cuartos y lo tiró en la cama desnudándose con prisa y quitándole la ropa a él también. Comenzó a besarlo y a tocarlo por todos lados. “Se sentía muy suave su mano”, me decía él, “me hizo con la mano y con la boca, pero cuando se me sentó encima fue lo máximo”, y yo lo miraba en shock mientras él me hacía gestos con las manos para ilustrar de lo que hablaba.


Yo tenía 11 y estaba escuchando a este chico contarme su primera vez, habíamos sido mejores amigos desde niños, creciendo juntos, jugando a los mismos juegos y teniendo muchos secretos. Cuando terminó su historia tenía una confusión de sentimientos dentro de mí, un poco de nervios, de expectativa, de miedo, de angustia, y un poco de celos también. Creo que él se dio cuenta de esto último, pues me tomo la mano, entrelazando sus dedos con los míos, y me dijo: “pero tú sigues siendo la persona que más quiero en este mundo”. Y esa fue la primera vez que presionó sus labios contra los míos. Los celos se desvanecieron y me sentí morir y renacer en ese beso.


Un año después, habíamos cruzado muchos abrazos, besos y caricias, habíamos dormido juntos gracias a “la inocencia infantil” que mantenía a nuestros padres lejos de cualquier sospecha, y nos habíamos declarado toda clase de amores por encima de lo que conocíamos. Sin embargo, él seguía viendo a esta chica, lo seguían haciendo, yo lo sabía aunque él apenas tocaba el tema; no eran novios, sólo era algo físico, el mero placer sexual sin frenos, lo entiendo ahora.


Esa noche hubo una especie de tormenta, de esos climas locos que se dan en esta ciudad y que parecen sacados de una película de fin de mundo. Llovía mucho y había truenos y viento muy fuerte. Ese día habíamos decidido ir al cine juntos, sus padres estaban de viaje, un niño de 15 años sólo en casa que decide pasar sus días con otro niño de 12. La lluvia nos atrapó saliendo del cine y decidimos divertirnos con eso y caminar bajo la lluvia.


Cuando llegamos estábamos empapados y nos metimos a la ducha, por separado, y luego directo a la cama, ambos temblábamos de frío, yo además temblaba con cada trueno, él me abrazaba fuerte, yo adoraba el olor de su piel y su calor.


Él comenzó a sobarme los brazos y las piernas para darme calor, luego comenzó a besarme, yo lo seguí voluntariamente, sus manos comenzaron a bajar la velocidad e intensidad para convertirse en caricias. Yo estaba nervioso, no sabía lo que sucedía, pero quería seguirle el ritmo y hacer todo lo que él quisiera, lo amaba, aunque no lo supiera en el momento, no había forma para mí de entender lo que era el amor o el estar enamorado.


Me quitó la poca ropa que tenía y se quitó la suya después. El roce de su cuerpo se sentía como la gloria, era el calor perfecto sumándose a sus manos y a sus besos. Fue mi primera vez. Lo hicimos de todas las formas que consideramos que se podía hacer, aunque reconozco que me hubiese gustado conocer el lubricante en aquel entonces. Pero igual fue una gran experiencia, lo hicimos durante horas, hasta que nos cansamos, hasta que nuestros cuerpos ya no respondían más, hasta que habíamos descubierto cuán intenso era un orgasmo, hasta que habíamos mojado la cama con sangre, sudor y semen.


Lo amaba, con todas mis fuerzas. Y me rompió el corazón cuando se fue 18 meses después. Fui a despedirlo al aeropuerto, nos dimos un último beso en el baño y nos declaramos la libertad plena el uno al otro. Habíamos jurado no estar con nadie más mientras estuviésemos juntos, pero la distancia que nos iba a separar convertía ese juramento en una farsa.

Fue la primera persona que se llevó un pedazo de mi corazón. La primera de muchas cicatrices e historias. Yo, un chico de trece años, llorando por su primer amor perdido.




septiembre 05, 2015

Impotencia

Impotencia es lo que se sufre en este país.
Impotencia.

Una sensación que te inmoviliza, que te enerva, que te va engullendo como si de un gigante se tratase. Una sensación que te nubla los sentidos y de la que sólo se conocen tres síntomas claramente distinguibles:

1.      Paranoia
2.       Desconfianza
3.       Depresión

Que impotencia da estar en esa situación en la que un solo ente negativo pretende irrumpir en tu felicidad, en tu capacidad creativa, humana, social.

Esa situación en la que te quitan de las manos la capacidad de hacer, de elegir, de decidir.
Esa situación en la que tu vida ya no es tuya. Tu vida ahora está a la merced de los buenos deseos de tu agresor.

1.       Tu vida se llena de paranoia. Sientes que en todos lados te están mirando, todo el mundo ve tus zapatos, ve tu teléfono, ve lo que escribes, ve a dónde vas y con quien, sientes que cada vez que marcas la clave de tu tarjeta en el punto electrónico o en el cajero hay una cámara secreta que te la está grabando, al mejor estilo de las películas de agentes secretos.

2.       Tu vida se llena de desconfianza y comienzas a pensar que cualquier cara de tonto puede ser el próximo en robarte, duermes con un bate cerca de tu cama, con los cuchillos bien afilados y a la mano, cada visitante, cada desconocido es un posible enemigo, un adversario, un ladrón, asesino, violador, o algo peor. Ya no te quieres acercar a nadie y no dejas que nadie se acerque a ti tampoco. Vives en constante miedo y constante supervisión por encima del hombro.

3.       Tu vida se desmorona en depresión. Recuerdas las situaciones negativas y lloras; lo que has perdido y lloras; piensas en lo que puede sucederle a tus seres queridos y lloras; piensas en lo que pudo haber pasado en ese momento si… y lloras; piensas en cuándo será la última vez que verás a tus padres, las últimas palabras que les has dicho; te preguntas si ese “te amo” salió sincero pues; te preguntas si el último abrazo que le diste a tu mejor amigo realmente se sintió como tú querías. Vives pensando que cada segundo es el último, pero no para vivirlo al máximo, sino para llorarlo con temor.

Que impotencia da vivir en este país en el que las leyes no sirven para nada, el gobierno no sirve para nada, la policía no sirve para nada, el ejército no sirve para nada, en fin, ustedes me entiendes.

Porque poco les importa que seas ciudadano, que tengas los años de Matusalén viviendo en este país o que tus padres hayan fundado el pueblo; aquí lo que importa es cuánto real me vas a dar si te ayudo; cuánta plata cargas encima y yo veo si te puedo hacer el favor; cuánto me cuesta conseguir esto o aquello con trampa, con palanca, con engaños, con omisiones, con favoritismos, con partidismos.


Al carajo la honestidad, la moral y las buenas costumbres, que con esas se limpiaron el culo hace mucho por falta de papel.