julio 14, 2011

La espera...


Segundos, minutos, horas. Todos en procesión. Un desfile que se convierte en tortura, en nervios e inseguridades. Una marcha lenta y pesada que nos hace recordar nuestros miedos.

La espera nos hace vacilar, nos hace pensar que quizás no estamos en el lugar indicado, quizás no es nuestro tiempo, quizás no es la decisión adecuada.

Pero muchas veces la espera es también la prueba final para obtener aquello que buscamos. Nada cae del cielo, nada se obtiene de la prisa, pero mucho se logra con paciencia.

¿Entonces por qué nos inquieta tanto esperar?

Es un gran misterio. Hemos sido tan malcriados toda nuestra vida y queremos todo de inmediato, que las cosas vayan siempre a nuestro ritmo. Y eso suele convertirse en el peor de los fallos, porque por construir deprisa nos olvidamos de hacer buenas bases, y se nos termina cayendo el edificio entero (con nosotros adentro).

La espera puede ser una dulce tortura que potencia, que intensifica todo lo que viene después.

La espera puede ser tortuosa, como si una sombra gris se cerniera sobre nosotros y derramara sus litros de lluvia sin pausa.

La espera puede ser placentera, como si los días se alargaran y los segundos decidieran ir todos a paso de tortuga, permitiéndonos disfrutar de alegrías y risas eternas.

La espera puede ser filosa y punzante, como el grito agudo de un par de turbinas a toda marcha, pensamientos, ideas y teorías que se construyen al galope desenfrenado de nuestras neuronas.

La espera puede ser engañosa, pero interesante.

Esperar para recibir una noticia, para recibir un beso, para recibir un adiós, para recibir un “te quiero”, para salir de viaje, para que llegue una prueba, para superar un dolor, para alcanzar una meta.

O como yo, aquí sentado con cuatro locos, hablando de piernas firmes mientras esperamos que llegue el artista que tomará la virginidad del lóbulo de mi oreja derecha. Que locura. Espero que, como toda virginidad perdida, deje una gran sensación de plenitud y satisfacción.