noviembre 07, 2013

Mudanza: Primera Parte

Hoy, por fin, me siento lo suficientemente estable como para comenzar a contarles mi más reciente aventura.

He tenido que dejar el lugar que consideraba mi hogar, donde pensé que pasaría muchos años cosechando lecciones y amistades, bueno, si pasaron un par de años, pero siempre pensé que serían más.

Pero la mudanza no comenzó allí, ciertamente no existía intención alguna de mudanza cuando el universo nos puso en frente la primera oportunidad de probar que podíamos irnos a vivir por nuestra cuenta, mi novio y yo, claro está.

El universo quería asegurarse que no nos asesinaríamos en la primera semana y nos lanzó una ronda de práctica. Una amiga, quien considero es realmente adorable, nos invitó a cuidar la casa de una familia que estaba de viaje, y vaya casa.

La zona en principio puede parecer poco atractiva, por la empinada subida que se debe tomar para llegar a la casa, pero en realidad probó ser un asunto interesante, pues nos fortaleció los músculos de las piernas y retó nuestras ganas de estar allí a cualquier hora del día. Aunque muchas veces nos ganó la pereza y preferíamos tomar agua antes que bajar a comprar algo para preparar un jugo.

Pero la casa nos enamoró. Un chalet, en medio de un pequeño bosque de bambú y árboles variados, suficientemente altos como para poder pasear desnudos por la casa sin temor a ser vistos por los vecinos; ventanales amplios por donde la luz entraba sin esfuerzo, iluminando la madera de muebles, mesas y barandas en todas partes y que, a la vez, se convertían en enorme distracción durante las noches, pues las historias de terror siempre iniciaban con algo, o alguien, asomándose a través de ellos. Con todas las comodidades, eso sí. Nevera, cocina, internet, lavadora, patio, jardín, y hasta una camada de gatos para consentir en los ratos libres.

Durante ese par de semanas se convirtió en un punto de reunión, una suerte de “zona libre” para amar sin restricciones, un sitio sagrado para rituales, y un escape de la realidad cotidiana, en el que podíamos ser sin necesidad de pensar en nada, simplemente allí, esa imagen de la pareja idealizada que duerme, cocina, lava, cuelga la ropa, da comida a los gatos, ve películas y series, conversa, lee y se ama con una locura inmensurable.

Cómo amábamos esa casa, la sentíamos tan nuestra, era tan ideal que deseábamos solamente despojarla de todo rastro de sus dueños y poseerla sin más. Así como cuando los niños diseñan la casa de sus sueños, esa casa desechó muchos de aquellos diseños en mi mente y tomó su lugar. Un espacio sagrado. Un refugio. Una conexión con la naturaleza y la modernidad. Un nido de amor. Un salón de reuniones. Un escape de la realidad. Y apenas fue nuestra primera parada.

Cómo seguimos amando esa casa.