Hoy, por fin, me siento lo
suficientemente estable como para comenzar a contarles mi más reciente
aventura.
He tenido que dejar el lugar que
consideraba mi hogar, donde pensé que pasaría muchos años cosechando lecciones
y amistades, bueno, si pasaron un par de años, pero siempre pensé que serían
más.
Pero la mudanza no comenzó allí,
ciertamente no existía intención alguna de mudanza cuando el universo nos puso
en frente la primera oportunidad de probar que podíamos irnos a vivir por
nuestra cuenta, mi novio y yo, claro está.
El universo quería asegurarse que
no nos asesinaríamos en la primera semana y nos lanzó una ronda de práctica.
Una amiga, quien considero es realmente adorable, nos invitó a cuidar la casa
de una familia que estaba de viaje, y vaya casa.
La zona en principio puede
parecer poco atractiva, por la empinada subida que se debe tomar para llegar a
la casa, pero en realidad probó ser un asunto interesante, pues nos fortaleció
los músculos de las piernas y retó nuestras ganas de estar allí a cualquier
hora del día. Aunque muchas veces nos ganó la pereza y preferíamos tomar agua
antes que bajar a comprar algo para preparar un jugo.
Pero la casa nos enamoró. Un
chalet, en medio de un pequeño bosque de bambú y árboles variados,
suficientemente altos como para poder pasear desnudos por la casa sin temor a
ser vistos por los vecinos; ventanales amplios por donde la luz entraba sin
esfuerzo, iluminando la madera de muebles, mesas y barandas en todas partes y
que, a la vez, se convertían en enorme distracción durante las noches, pues las
historias de terror siempre iniciaban con algo, o alguien, asomándose a través
de ellos. Con todas las comodidades, eso sí. Nevera, cocina, internet,
lavadora, patio, jardín, y hasta una camada de gatos para consentir en los
ratos libres.
Durante ese par de semanas se
convirtió en un punto de reunión, una suerte de “zona libre” para amar sin restricciones, un sitio sagrado para rituales, y un escape de la realidad
cotidiana, en el que podíamos ser sin necesidad de pensar en nada, simplemente
allí, esa imagen de la pareja idealizada que duerme, cocina, lava, cuelga la
ropa, da comida a los gatos, ve películas y series, conversa, lee y se ama con
una locura inmensurable.
Cómo amábamos esa casa, la
sentíamos tan nuestra, era tan ideal que deseábamos solamente despojarla de
todo rastro de sus dueños y poseerla sin más. Así como cuando los niños diseñan
la casa de sus sueños, esa casa desechó muchos de aquellos diseños en mi mente
y tomó su lugar. Un espacio sagrado. Un refugio. Una conexión con la naturaleza
y la modernidad. Un nido de amor. Un salón de reuniones. Un escape de la
realidad. Y apenas fue nuestra primera parada.